Heinrich von Kleist: sobre el teatro de marionetas y otros ensayos de arte y filosofía
SOBRE EL TEATRO DE MARIONETAS
PASABA YO EL INVIERNO de 1801 en M… cuando una tarde me encontré en un parque al señor C…, que desde poco antes estaba empleado en la ópera de esta ciudad como primer bailarín, y hacía las delicias del público.
Le manifesté mi sorpresa por haberle hallado ya varias veces en un teatro de marionetas que se había instalado en la plaza del mercado, y que divertía al populacho con pequeñas farsas dramáticas entreveradas de cantos y danzas.
Me aseguró que las pantomimas de los muñecos le complacían sobremanera, y me dio a entender sin recovecos que un bailarín deseoso de mejorar su formación podría aprender mucho de ellos.
Pareciéndome esta opinión, por la manera en que la formuló, más que una ocurrencia casual, me acomodé a su lado decidido a oír las razones con las que pudiera justificarse tan curiosa afirmación.
Me preguntó si, de hecho, algunos movimientos de los muñecos -en especial los de los más pequeños- no me habían parecido llenos de gracia.
No pude negar este extremo. Un grupo de cuatro campesinos, que bailaban la ronda con rápido compás, no hubiera sido Teniers capaz de pintarlo más bellamente.
Inquirí el mecanismo de esas figuras, y cómo resultaba posible gobernar cada uno de sus miembros y de sus articulaciones, según las exigencias del ritmo de los movimientos o de la danza, sin tener que manejar miríadas de hilos.
Respondió que yo no debía figurarme que el titiritero, en los distintos momentos de la danza, accionase cada miembro en particular y tirase de él.
Cada movimiento, dijo, tenía su centro de gravedad; bastaba con gobernar éste, en el interior de la figura; los miembros, que no eran sino péndulos, por sí mismos seguían el movimiento de manera mecánica.
Añadió que tal movimiento era muy sencillo; que cada vez que el centro de gravedad se movía en línea recta, los miembros describían directamente curvas; y que a menudo todo el mecanismo, meneado de manera meramente casual, se ponía en movimiento rítmicamente, de manera semejante a la danza.
Esta observación me pareció por lo pronto arrojar alguna luz sobre el placer que el bailarín había pretendido hallar en el teatro de marionetas. De momento estaba yo muy lejos de barruntar las conclusiones que más tarde iba a extraer de ella.
Le pregunté si creía que el titiritero que manejaba las marionetas tenía que ser él mismo bailarín, o por lo menos poseer una noción de la belleza de la danza.
Replicó que aun siendo los aspectos mecánicos de una tarea sencillos, no se seguía de ahí que pudiese llevarse a cabo careciendo de toda sensibilidad.
La línea que el centro de gravedad tenía que describir era ciertamente muy sencilla y, a su parecer, recta en la mayoría de los casos. De ser curva, por lo menos la ley de su curvatura parecía de primero o a lo más de segundo orden; e incluso en este último caso sólo elíptica, que por ser la forma de movimiento más natural para las extremidades del cuerpo humano (a causa de las articulaciones) no ofrecía grandes dificultades de ejecución al titiritero.
En cambio esta línea, desde otro punto de vista, era algo harto misterioso. Pues no se trataba sino del recorrido del alma del bailarín; y él dudaba que pudiese hallarse salvo si el titiritero se situaba en el mismo centro de gravedad de la marioneta, esto es, dicho con otras palabras, bailaba.
Repliqué que me habían pintado la tarea del titiritero como algo bastante trivial: semejante al hacer girar la manivela de un organillo.
En modo alguno, respondió. Más bien se relacionan los movimientos de sus dedos con los movimientos del muñeco fijado a ellos de manera bastante artificial, aproximadamente como los números a sus logaritmos o la asíntota a la hipérbola.
Afirmó creer que también de este último resto de inteligencia que había mencionado era posible prescindir en el manejo de las marionetas, de modo que su danza se desarrollase por completo dentro del reino de las fuerzas mecánicas y pudiera generarse, como yo había pensado, por medio de una manivela.
Expresé mi asombro al ver cuánta atención consagraba a tal remedo de una de las bellas artes, inventado por el vulgo. No sólo lo consideraba capaz de mayor desarrollo, sino que incluso parecía ocuparse personalmente de ello.
Sonrió y dijo atreverse a afirmar que, si un buen mecánico le construía una marioneta según sus requerimientos, le haría ejecutar una danza cuya excelencia ni él ni ninguno de los más consumados bailarines de la época -sin exceptuar siquiera a Vestris- serían capaces de igualar.
Me preguntó, al verme bajar los ojos silenciosamente: ¿ha oído usted algo sobre esas piernas mecánicas elaboradas por artesanos ingleses para mutilados que han perdido las suyas?
Dije que no: nunca había visto nada semejante.
Es una lástima, replicó; pues si le digo que esos mutilados bailan con ellas, casi temo que no me va a creer. ¿Qué digo, bailan? Claro que el repertorio de sus movimientos es limitado; pero los que están a su alcance los ejecutan con tal sosiego, ligereza y donaire que pasman a cualquier ingenio propenso a cavilaciones.
Manifesté, en son de guasa, que en tal caso ya había dado con su hombre. Pues el artesano capaz de construir tan curioso muslo mecánico, sin duda también podría ensamblarle una marioneta entera que respondiese a sus exigencias.
¿Cómo -le pregunté, pues él a su vez había bajado los ojos algo confuso-, cómo formula usted esas exigencias a la habilidad de su artesano?
Nada, respondió, que no esté ya presente en lo que hemos visto: euritmia, movilidad, ligereza -sólo que todo en mayor grado; y sobre todo una distribución de los centros de gravedad más conforme a la naturaleza.
¿Y qué ventaja ofrecería tal muñeco frente al bailarín vivo?
¿Ventaja? En primer lugar una ventaja negativa, dilectísimo amigo, a saber, que nunca mostraría afectación. Pues la afectación aparece, como sabe usted, cuando el alma (vis motrix) se localiza en algún otro punto que el centro de gravedad del movimiento. Pero siendo así que el titiritero, en nuestro caso, mediante el hilo o el alambre, no tendría absolutamente ningún otro punto a su disposición sino ése, entonces los restantes miembros serían lo que deben ser, puros péndulos muertos, y obedecerían meramente a la ley de la gravedad; un atributo envidiable, que buscaríamos en vano en la mayoría de nuestros bailarines.
Observe por ejemplo a la P…, prosiguió, cuando interpreta a Dafne y perseguida por Apolo mira en derredor: tiene el alma asentada en las vértebras del sacro; se encorva como si fuera a romperse, cual una náyade de la escuela de Bernini. Observe al joven F… cuando, caracterizado como Paris, plantado en medio de las tres diosas, le alcanza a Venus la manzana: tiene el alma asentada (da miedo verlo) en el codo.
Semejantes torpezas, añadió a guisa de conclusión, son inevitables desde que comimos del Árbol del Conocimiento. El paraíso está cerrado con siete llaves y el ángel detrás de nosotros; tenemos que dar la vuelta al mundo para ver si por la parte de atrás, en algún lugar, ha vuelto a abrirse.
Reí. -En cualquier caso, pensé, no puede errar el intelecto allí donde no hay intelecto ninguno. Mas observé que se había dejado cosas en el tintero y le rogué prosiguiese.
A mayor abundamiento, dijo, estos muñecos tienen la ventaja de ser ingrávidos. Nada saben de la inercia de la materia que es, entre todas las propiedades, la más perjudicial para la danza; pues la fuerza que los levanta por los aires es mayor que la que los encadena a la tierra. ¿Qué no daría nuestra buena G… por pesar un buen par de arrobas menos, o por que una fuerza de semejante magnitud viniese en su auxilio en los entrechats y piruetas? Los muñecos necesitan el suelo sólo para rozarlo, como los elfos, y para relanzar el ímpetu de los miembros por medio del obstáculo momentáneo; nosotros lo necesitamos para descansar sobre él, y para recobrarnos de los esfuerzos de la danza; momento éste que obviamente no pertenece a la danza, y con el que no se puede hacer nada mejor que eliminarlo, si es posible.
Díjele que, por mucho ingenio que gastase en la defensa de su paradoja, no iba de ninguna manera a convencerme de que un títere mecánico pudiese poseer más donaire que la estructura del cuerpo humano.
Repuso que al hombre le resultaba prácticamente imposible ni siquiera igualar al títere en este respecto. Sólo un dios podía, según él, competir con la materia en este terreno; y precisamente en este punto se engranaban los dos extremos del mundo anular.
Yo estaba cada vez más asombrado y no atinaba a hallar réplica alguna para tan singulares afirmaciones.
Al tiempo que tomaba una pulgarada de rapé, repuso que parecía que yo no había leído con atención el tercer capítulo del primer libro del Pentateuco; y que con quien no conocía este primer período de toda crianza humana no se podía discutir adecuadamente sobre los siguientes, y muchísimo menos sobre el último.
Afirmé estar familiarizado con los trastornos que la conciencia causa en la gracia natural del ser humano. Un joven conocido mío había perdido la inocencia a resultas de una observación casual, ante mis mismísimos ojos, y pese a todos los esfuerzos imaginables no había logrado después recobrar nunca el paraíso de esta inocencia. -Mas, con todo, ¿qué consecuencias -añadí- podía él extraer de ello?
Me preguntó por el suceso al que me había referido.
Hará unos tres años, narré, que me estaba bañando con un joven, cuya constitución irradiaba entonces un maravilloso donaire. Debía de tener dieciséis años aproximadamente, y los primeros atisbos de vanidad -despertados por el favor de las mujeres- sólo se podían columbrar a lo lejos. Se daba el caso de que poco antes habíamos contemplado en París al adolescente que se está sacando una astilla del pie; el vaciado en molde de esta estatua es bien conocido y se halla en la mayoría de las colecciones alemanas. En el momento en que el joven apoyaba el pie en un taburete para secárselo, echó una ojeada a un espejo de cuerpo entero, y su imagen le recordó esta estatua; sonrió y me comunicó su descubrimiento. De hecho yo había descubierto lo mismo en el mismo instante. Pero, o bien para probar la firmeza de la gracia que en él moraba, o bien para atajar su vanidad provechosamente, el caso es que le repliqué riendo que veía visiones. Sonrojándose, alzó el pie por segunda vez para convencerme; mas el intento -como era de esperar- no tuvo éxito. Corrido, alzó el pie por tercera y cuarta vez, lo levantó hasta diez veces: ¡en vano! Era incapaz de reproducir el movimiento, ¿qué digo?, los movimientos que hacía tenían algo tan extraño que me costó reprimir los pujos de risa.
Desde aquel día, desde aquel mismo momento, se operó en el joven una misteriosa transformación. Comenzó a pasar días enteros mirándose en el espejo; y le abandonaron sus encantos uno tras otro. Un poder invisible y misterioso pareció apresar como una red de hierro el libre discurrir de sus gestos, y cuando hubo transcurrido un año, no se podía descubrir en el joven ni siquiera una huella de su pasada hermosura, que había deleitado a cuantos lo rodeaban. Todavía vivían testigos del singular y desgraciado suceso que podían corroborar palabra por palabra mi narración.
En este punto, dijo el señor C… amistosamente, he de contarle yo otra historia, y no le costará apreciar que viene como anillo al dedo.
Me hallaba de camino hacia Rusia en una quinta del señor de G…, un aristócrata livonio, cuyos hijos se entrenaban asiduamente por aquel entonces en el arte de la esgrima. Sobre todo el mayor, recién vuelto de la universidad, se las daba de maestro, y una mañana cuando yo estaba en su cuarto me ofreció un florete. Esgrimimos; pero resultó que yo le superaba; por añadidura le obcecó la pasión; casi cada una de mis estocadas lo alcanzaba, y por último su florete voló a un rincón. Medio en broma, medio contrito, me dijo al tiempo que recogía el florete que había dado con la horma de su zapato; pero que tal horma existía para toda criatura, y que me iba a conducir ante la mía. Los hermanos prorrumpieron en carcajadas gritando: ¡ea! ¡ea! ¡a la leñera con él!, y cogiéndome de la mano me llevaron ante un oso que el señor de G…, su padre, hacía criar en la finca.
El oso, cuando me acerqué a él sin salir todavía de mi asombro, estaba erguido sobre las patas traseras; apoyado contra un poste al que se hallaba atado, alzaba la zarpa derecha presta a la réplica, y me miraba a los ojos: tal era su posición de guardia. Confrontado a un adversario semejante, yo no sabía si soñaba o estaba despierto; pero el señor de G… me decía, ¡ataque! ¡ataque, e intente asestarle siquiera una estocada! Así que me hube recobrado un poco de mi estupefacción, me lancé sobre él florete en mano; el oso movió ligerísimamente la zarpa y paró el golpe. Ahora yo me encontraba casi en la misma trampa que el joven señor de G… La seriedad del oso me sacaba de mis casillas, se sucedían estocadas y fintas, me empapaba el sudor: ¡todo en vano! El oso no sólo paraba todos mis golpes, como el mejor esgrimidor del mundo, sino que además ni siquiera se inmutaba por las fintas (y en ello ningún esgrimidor del mundo hubiera podido imitarlo): con los ojos fijos en los míos, cual si en ellos me pudiese leer el alma, allí estaba plantado, con la zarpa alzada y pronta a la réplica, y cuando mis estocadas no iban en serio, ni se movía.
¿Cree usted esta historia?
¡A pie juntillas!, exclamé, aplaudiendo alegremente; se la creería a cualquier desconocido, de verosímil que es; ¡cuánto más a usted!
Ahora, dilectísimo amigo, dijo el señor C… , está usted en posesión de todo lo necesario para comprenderme. Vemos que, en la medida en que en el mundo orgánico se debilita y oscurece la reflexión, hace su aparición la gracia cada vez más radiante y soberana. Pero así como la intersección de dos líneas a un lado de un punto, tras pasar por el infinito, se presenta de nuevo súbitamente al otro lado, o como la imagen del espejo cóncavo, después de haberse alejado hacia el infinito, aparece nuevamente de improviso muy cerca de nosotros: de modo análogo se presenta de nuevo la gracia cuando el conocimiento ha pasado por el infinito; de manera que se manifiesta con la máxima pureza al mismo tiempo en la estructura corporal humana que carece de toda conciencia y en la que posee una conciencia infinita, esto es, en el títere y en el dios.
Por consiguiente, dije un tanto ausente, ¿tenemos que volver a comer del Árbol del Conocimiento para recobrar el estado de inocencia?
Sin duda, respondió; ése es el último capítulo de la historia del mundo.
Le manifesté mi sorpresa por haberle hallado ya varias veces en un teatro de marionetas que se había instalado en la plaza del mercado, y que divertía al populacho con pequeñas farsas dramáticas entreveradas de cantos y danzas.
Me aseguró que las pantomimas de los muñecos le complacían sobremanera, y me dio a entender sin recovecos que un bailarín deseoso de mejorar su formación podría aprender mucho de ellos.
Pareciéndome esta opinión, por la manera en que la formuló, más que una ocurrencia casual, me acomodé a su lado decidido a oír las razones con las que pudiera justificarse tan curiosa afirmación.
Me preguntó si, de hecho, algunos movimientos de los muñecos -en especial los de los más pequeños- no me habían parecido llenos de gracia.
No pude negar este extremo. Un grupo de cuatro campesinos, que bailaban la ronda con rápido compás, no hubiera sido Teniers capaz de pintarlo más bellamente.
Inquirí el mecanismo de esas figuras, y cómo resultaba posible gobernar cada uno de sus miembros y de sus articulaciones, según las exigencias del ritmo de los movimientos o de la danza, sin tener que manejar miríadas de hilos.
Respondió que yo no debía figurarme que el titiritero, en los distintos momentos de la danza, accionase cada miembro en particular y tirase de él.
Cada movimiento, dijo, tenía su centro de gravedad; bastaba con gobernar éste, en el interior de la figura; los miembros, que no eran sino péndulos, por sí mismos seguían el movimiento de manera mecánica.
Añadió que tal movimiento era muy sencillo; que cada vez que el centro de gravedad se movía en línea recta, los miembros describían directamente curvas; y que a menudo todo el mecanismo, meneado de manera meramente casual, se ponía en movimiento rítmicamente, de manera semejante a la danza.
Esta observación me pareció por lo pronto arrojar alguna luz sobre el placer que el bailarín había pretendido hallar en el teatro de marionetas. De momento estaba yo muy lejos de barruntar las conclusiones que más tarde iba a extraer de ella.
Le pregunté si creía que el titiritero que manejaba las marionetas tenía que ser él mismo bailarín, o por lo menos poseer una noción de la belleza de la danza.
Replicó que aun siendo los aspectos mecánicos de una tarea sencillos, no se seguía de ahí que pudiese llevarse a cabo careciendo de toda sensibilidad.
La línea que el centro de gravedad tenía que describir era ciertamente muy sencilla y, a su parecer, recta en la mayoría de los casos. De ser curva, por lo menos la ley de su curvatura parecía de primero o a lo más de segundo orden; e incluso en este último caso sólo elíptica, que por ser la forma de movimiento más natural para las extremidades del cuerpo humano (a causa de las articulaciones) no ofrecía grandes dificultades de ejecución al titiritero.
En cambio esta línea, desde otro punto de vista, era algo harto misterioso. Pues no se trataba sino del recorrido del alma del bailarín; y él dudaba que pudiese hallarse salvo si el titiritero se situaba en el mismo centro de gravedad de la marioneta, esto es, dicho con otras palabras, bailaba.
Repliqué que me habían pintado la tarea del titiritero como algo bastante trivial: semejante al hacer girar la manivela de un organillo.
En modo alguno, respondió. Más bien se relacionan los movimientos de sus dedos con los movimientos del muñeco fijado a ellos de manera bastante artificial, aproximadamente como los números a sus logaritmos o la asíntota a la hipérbola.
Afirmó creer que también de este último resto de inteligencia que había mencionado era posible prescindir en el manejo de las marionetas, de modo que su danza se desarrollase por completo dentro del reino de las fuerzas mecánicas y pudiera generarse, como yo había pensado, por medio de una manivela.
Expresé mi asombro al ver cuánta atención consagraba a tal remedo de una de las bellas artes, inventado por el vulgo. No sólo lo consideraba capaz de mayor desarrollo, sino que incluso parecía ocuparse personalmente de ello.
Sonrió y dijo atreverse a afirmar que, si un buen mecánico le construía una marioneta según sus requerimientos, le haría ejecutar una danza cuya excelencia ni él ni ninguno de los más consumados bailarines de la época -sin exceptuar siquiera a Vestris- serían capaces de igualar.
Me preguntó, al verme bajar los ojos silenciosamente: ¿ha oído usted algo sobre esas piernas mecánicas elaboradas por artesanos ingleses para mutilados que han perdido las suyas?
Dije que no: nunca había visto nada semejante.
Es una lástima, replicó; pues si le digo que esos mutilados bailan con ellas, casi temo que no me va a creer. ¿Qué digo, bailan? Claro que el repertorio de sus movimientos es limitado; pero los que están a su alcance los ejecutan con tal sosiego, ligereza y donaire que pasman a cualquier ingenio propenso a cavilaciones.
Manifesté, en son de guasa, que en tal caso ya había dado con su hombre. Pues el artesano capaz de construir tan curioso muslo mecánico, sin duda también podría ensamblarle una marioneta entera que respondiese a sus exigencias.
¿Cómo -le pregunté, pues él a su vez había bajado los ojos algo confuso-, cómo formula usted esas exigencias a la habilidad de su artesano?
Nada, respondió, que no esté ya presente en lo que hemos visto: euritmia, movilidad, ligereza -sólo que todo en mayor grado; y sobre todo una distribución de los centros de gravedad más conforme a la naturaleza.
¿Y qué ventaja ofrecería tal muñeco frente al bailarín vivo?
¿Ventaja? En primer lugar una ventaja negativa, dilectísimo amigo, a saber, que nunca mostraría afectación. Pues la afectación aparece, como sabe usted, cuando el alma (vis motrix) se localiza en algún otro punto que el centro de gravedad del movimiento. Pero siendo así que el titiritero, en nuestro caso, mediante el hilo o el alambre, no tendría absolutamente ningún otro punto a su disposición sino ése, entonces los restantes miembros serían lo que deben ser, puros péndulos muertos, y obedecerían meramente a la ley de la gravedad; un atributo envidiable, que buscaríamos en vano en la mayoría de nuestros bailarines.
Observe por ejemplo a la P…, prosiguió, cuando interpreta a Dafne y perseguida por Apolo mira en derredor: tiene el alma asentada en las vértebras del sacro; se encorva como si fuera a romperse, cual una náyade de la escuela de Bernini. Observe al joven F… cuando, caracterizado como Paris, plantado en medio de las tres diosas, le alcanza a Venus la manzana: tiene el alma asentada (da miedo verlo) en el codo.
Semejantes torpezas, añadió a guisa de conclusión, son inevitables desde que comimos del Árbol del Conocimiento. El paraíso está cerrado con siete llaves y el ángel detrás de nosotros; tenemos que dar la vuelta al mundo para ver si por la parte de atrás, en algún lugar, ha vuelto a abrirse.
Reí. -En cualquier caso, pensé, no puede errar el intelecto allí donde no hay intelecto ninguno. Mas observé que se había dejado cosas en el tintero y le rogué prosiguiese.
A mayor abundamiento, dijo, estos muñecos tienen la ventaja de ser ingrávidos. Nada saben de la inercia de la materia que es, entre todas las propiedades, la más perjudicial para la danza; pues la fuerza que los levanta por los aires es mayor que la que los encadena a la tierra. ¿Qué no daría nuestra buena G… por pesar un buen par de arrobas menos, o por que una fuerza de semejante magnitud viniese en su auxilio en los entrechats y piruetas? Los muñecos necesitan el suelo sólo para rozarlo, como los elfos, y para relanzar el ímpetu de los miembros por medio del obstáculo momentáneo; nosotros lo necesitamos para descansar sobre él, y para recobrarnos de los esfuerzos de la danza; momento éste que obviamente no pertenece a la danza, y con el que no se puede hacer nada mejor que eliminarlo, si es posible.
Díjele que, por mucho ingenio que gastase en la defensa de su paradoja, no iba de ninguna manera a convencerme de que un títere mecánico pudiese poseer más donaire que la estructura del cuerpo humano.
Repuso que al hombre le resultaba prácticamente imposible ni siquiera igualar al títere en este respecto. Sólo un dios podía, según él, competir con la materia en este terreno; y precisamente en este punto se engranaban los dos extremos del mundo anular.
Yo estaba cada vez más asombrado y no atinaba a hallar réplica alguna para tan singulares afirmaciones.
Al tiempo que tomaba una pulgarada de rapé, repuso que parecía que yo no había leído con atención el tercer capítulo del primer libro del Pentateuco; y que con quien no conocía este primer período de toda crianza humana no se podía discutir adecuadamente sobre los siguientes, y muchísimo menos sobre el último.
Afirmé estar familiarizado con los trastornos que la conciencia causa en la gracia natural del ser humano. Un joven conocido mío había perdido la inocencia a resultas de una observación casual, ante mis mismísimos ojos, y pese a todos los esfuerzos imaginables no había logrado después recobrar nunca el paraíso de esta inocencia. -Mas, con todo, ¿qué consecuencias -añadí- podía él extraer de ello?
Me preguntó por el suceso al que me había referido.
Hará unos tres años, narré, que me estaba bañando con un joven, cuya constitución irradiaba entonces un maravilloso donaire. Debía de tener dieciséis años aproximadamente, y los primeros atisbos de vanidad -despertados por el favor de las mujeres- sólo se podían columbrar a lo lejos. Se daba el caso de que poco antes habíamos contemplado en París al adolescente que se está sacando una astilla del pie; el vaciado en molde de esta estatua es bien conocido y se halla en la mayoría de las colecciones alemanas. En el momento en que el joven apoyaba el pie en un taburete para secárselo, echó una ojeada a un espejo de cuerpo entero, y su imagen le recordó esta estatua; sonrió y me comunicó su descubrimiento. De hecho yo había descubierto lo mismo en el mismo instante. Pero, o bien para probar la firmeza de la gracia que en él moraba, o bien para atajar su vanidad provechosamente, el caso es que le repliqué riendo que veía visiones. Sonrojándose, alzó el pie por segunda vez para convencerme; mas el intento -como era de esperar- no tuvo éxito. Corrido, alzó el pie por tercera y cuarta vez, lo levantó hasta diez veces: ¡en vano! Era incapaz de reproducir el movimiento, ¿qué digo?, los movimientos que hacía tenían algo tan extraño que me costó reprimir los pujos de risa.
Desde aquel día, desde aquel mismo momento, se operó en el joven una misteriosa transformación. Comenzó a pasar días enteros mirándose en el espejo; y le abandonaron sus encantos uno tras otro. Un poder invisible y misterioso pareció apresar como una red de hierro el libre discurrir de sus gestos, y cuando hubo transcurrido un año, no se podía descubrir en el joven ni siquiera una huella de su pasada hermosura, que había deleitado a cuantos lo rodeaban. Todavía vivían testigos del singular y desgraciado suceso que podían corroborar palabra por palabra mi narración.
En este punto, dijo el señor C… amistosamente, he de contarle yo otra historia, y no le costará apreciar que viene como anillo al dedo.
Me hallaba de camino hacia Rusia en una quinta del señor de G…, un aristócrata livonio, cuyos hijos se entrenaban asiduamente por aquel entonces en el arte de la esgrima. Sobre todo el mayor, recién vuelto de la universidad, se las daba de maestro, y una mañana cuando yo estaba en su cuarto me ofreció un florete. Esgrimimos; pero resultó que yo le superaba; por añadidura le obcecó la pasión; casi cada una de mis estocadas lo alcanzaba, y por último su florete voló a un rincón. Medio en broma, medio contrito, me dijo al tiempo que recogía el florete que había dado con la horma de su zapato; pero que tal horma existía para toda criatura, y que me iba a conducir ante la mía. Los hermanos prorrumpieron en carcajadas gritando: ¡ea! ¡ea! ¡a la leñera con él!, y cogiéndome de la mano me llevaron ante un oso que el señor de G…, su padre, hacía criar en la finca.
El oso, cuando me acerqué a él sin salir todavía de mi asombro, estaba erguido sobre las patas traseras; apoyado contra un poste al que se hallaba atado, alzaba la zarpa derecha presta a la réplica, y me miraba a los ojos: tal era su posición de guardia. Confrontado a un adversario semejante, yo no sabía si soñaba o estaba despierto; pero el señor de G… me decía, ¡ataque! ¡ataque, e intente asestarle siquiera una estocada! Así que me hube recobrado un poco de mi estupefacción, me lancé sobre él florete en mano; el oso movió ligerísimamente la zarpa y paró el golpe. Ahora yo me encontraba casi en la misma trampa que el joven señor de G… La seriedad del oso me sacaba de mis casillas, se sucedían estocadas y fintas, me empapaba el sudor: ¡todo en vano! El oso no sólo paraba todos mis golpes, como el mejor esgrimidor del mundo, sino que además ni siquiera se inmutaba por las fintas (y en ello ningún esgrimidor del mundo hubiera podido imitarlo): con los ojos fijos en los míos, cual si en ellos me pudiese leer el alma, allí estaba plantado, con la zarpa alzada y pronta a la réplica, y cuando mis estocadas no iban en serio, ni se movía.
¿Cree usted esta historia?
¡A pie juntillas!, exclamé, aplaudiendo alegremente; se la creería a cualquier desconocido, de verosímil que es; ¡cuánto más a usted!
Ahora, dilectísimo amigo, dijo el señor C… , está usted en posesión de todo lo necesario para comprenderme. Vemos que, en la medida en que en el mundo orgánico se debilita y oscurece la reflexión, hace su aparición la gracia cada vez más radiante y soberana. Pero así como la intersección de dos líneas a un lado de un punto, tras pasar por el infinito, se presenta de nuevo súbitamente al otro lado, o como la imagen del espejo cóncavo, después de haberse alejado hacia el infinito, aparece nuevamente de improviso muy cerca de nosotros: de modo análogo se presenta de nuevo la gracia cuando el conocimiento ha pasado por el infinito; de manera que se manifiesta con la máxima pureza al mismo tiempo en la estructura corporal humana que carece de toda conciencia y en la que posee una conciencia infinita, esto es, en el títere y en el dios.
Por consiguiente, dije un tanto ausente, ¿tenemos que volver a comer del Árbol del Conocimiento para recobrar el estado de inocencia?
Sin duda, respondió; ése es el último capítulo de la historia del mundo.
SOBRE LA ELABORACIÓN PAULATINA DEL PENSAMIENTO A MEDIDA QUE SE HABLA
A. R. V. L.
CUANDO QUIERAS SABER ALGO y no seas capaz de averiguarlo meditando, te aconsejo, querido y discreto amigo mío, que hables de ello con el primer conocido con quien topes. No necesita poseer un caletre privilegiado, ni lo que yo propongo es que lo interrogues sobre tu problema, ¡no! Antes bien, debes contárselo tú mismo en primer lugar. Ya te veo enarcar las cejas asombrado y responderme que, en el pasado, se te aconsejó no hablar sino sobre cosas que ya comprendieses bien. Pero antaño hablabas probablemente con la petulancia de querer instruir a otros, yo quiero que hables con la juiciosa intención de instruirte a ti mismo; de modo que acaso ambas reglas de prudencia, diferentes para diferentes casos, sean compatibles sin dificultad. Dicen los franceses que l’appétit vient en mangeant [el comer y el rascar, todo es empezar; literalmente: al comer se despierta el apetito]; y este principio basado en la experiencia sigue siendo verdadero cuando se lo reformula paródicamente como l’idée vient en parlant [al hablar se nos ocurre la idea]. A menudo, encorvado en mi escritorio sobre los legajos, intento hallar el punto de vista desde el cual enjuiciar correctamente un pleito enredoso. Ocupado como está mi fuero íntimo en el empeño de ponerse en claro, suelo entonces mirar hacia la luz -el punto de claridad mayor. O busco, cuando se me propone un problema algebraico, la ecuación inicial que expresa los datos del problema, y de la cual se deducirá la solución mediante un cálculo sencillo. Pues mira: cuando converso sobre ello con mi hermana, que trabaja sentada detrás de mí, averiguo lo que quizá no hubiera podido aclarar en horas enteras de cavilación. No es que ella me lo diga en el sentido propio de la palabra; ya que no conoce el Código legal, ni ha estudiado los tratados matemáticos de Euler o Kastner. Tampoco es que ella me guíe con preguntas sagaces hasta el meollo del asunto, aunque esto último también acaece a menudo. Mas yo tengo de antemano alguna oscura noción vinculada lejanamente con lo que busco, y si con osadía la tomo como punto de partida, el entendimiento, a medida que progresa el discurso, forzado a hallar un final para ese comienzo, troquela la confusa noción inicial hasta conferirle completa nitidez, de forma que el conocimiento -para asombro mío- ya está listo al acabar el período oratorio. Intercalo sonidos inarticulados, alargo las locuciones conjuntivas, utilizo también tal o cual oposición que en realidad no es necesaria y me valgo de otros artificios que dilatan el discurso con objeto de ganar el tiempo necesario para la forja de mi idea en el taller de la razón. En esos momentos nada me ayuda más que un gesto de mi hermana, como si quisiera interrumpirme; pues a mi entendimiento, ya de por sí en tensión, lo acicatea todavía más el intento de arrebatarle desde fuera el discurso en posesión del cual se halla, y -semejante a un gran general cuando se ve en un atolladero- hace dar a sus facultades lo mejor de sí mismas. En este sentido entiendo el provecho de que podía resultarle a Moliere su criada; pues el asignar a la moza -como él pretende- un juicio crítico capaz de corregir el suyo propio, revelaría una modestia de cuya presencia en aquel pecho de poeta desconfío. Para el que habla hay una peculiar fuente de entusiasmo en el rostro humano de un interlocutor; y una mirada que expresa la comprensión de un pensamiento formulado sólo a medias nos regala a menudo la formulación de la otra mitad del mismo. Tengo para mí que más de un gran orador, al abrir la boca, aún no sabía lo que iba a decir. Pero la convicción de que las circunstancias por sí mismas, y la excitación de su entendimiento resultante de ellas, producirían la necesaria copia de pensamientos, le confería el atrevimiento necesario para empezar a la buena de Dios. Me viene a las mientes la célebre “fulgurita” de Mirabeau, con la que despachó al maestro de ceremonias que, después de haber acabado la última junta monárquica del 23 de junio, en la cual el rey había ordenado a los tres Estamentos marchar por separado, regresó a la sala de juntas donde todavía se demoraban los Estamentos y preguntó si no habían oído la orden del rey. “Sí”, respondió Mirabeau, “hemos oído la orden del rey” -estoy seguro de que con este afable comienzo aún no pensaba en las bayonetas con las que concluyó: “Sí, caballero”, repitió, “la hemos oído”-se ve que aún no sabe en absoluto lo que pretende. “Pero, ¿qué derecho tiene usted” -prosiguió, y ahora, de súbito, se dispara un torrente de intuiciones tremendas- “a insinuarnos órdenes a nosotros? Somos los representantes de la nación”. -¡Eso era lo que necesitaba! “La nación da órdenes, y no recibe ninguna” -llegando enseguida al colmo de la osadía. “Y para hacerme entender con toda claridad:” -y sólo ahora da con la formulación que expresa toda la resistencia que su alma está dispuesta a oponer: “Comunique usted a su rey que no abandonaremos nuestro puesto sino a punta de bayoneta”. -Dicho lo cual se sentó en su silla, satisfecho consigo mismo. -Si pensamos ahora en el maestro de ceremonias, no podemos imaginarlo más que en completa bancarrota espiritual tras semejante lance, según una ley análoga a la que carga un cuerpo en estado eléctrico neutro, cuando entra en la atmósfera de un cuerpo electrizado, con la electricidad de signo opuesto. E igual que en el cuerpo electrizado, tras esta acción recíproca, se refuerza nuevamente el grado de electricidad en él contenido, así el anonadamiento de su adversario transformó la valentía de nuestro orador en el más temerario entusiasmo. Acaso, de este modo, fue en última instancia el temblor de un labio superior, o un jugueteo ambiguo con el puño de la camisa, lo que provocó en Francia la subversión del orden de las cosas. Leemos que Mirabeau, apenas el maestro de ceremonias se hubo alejado, se levantó y propuso: 1) constituirse de inmediato en Asamblea Nacional y 2) proclamar la inviolabilidad de la Asamblea. Tras haberse descargado con esto como una botella de Leyden, se hallaba ahora de nuevo en estado neutro y, repuesto de su temeridad, dio cabida en sus consideraciones al temor por el tribunal del Chatelet y a la prudencia. -Aquí tenemos una curiosa concordancia entre los fenómenos del mundo físico y los del mundo moral, que -en caso de que continuásemos investigándola- se manifestaría hasta en los menores detalles. Pero abandono mi analogía y retorno al asunto principaL También Lafontaine, en su fábula Les animaux malades de la peste [Los animales apestados], en la cual el zorro se ve obligado a improvisar una apología ante el león, sin saber de dónde extraerá su contenido, presenta un ejemplo singular de elaboración paulatina del pensamiento a partir de un comienzo dictado por la necesidad. La fábula es bien conocida. La peste impera en el reino animal; el león convoca a los notables de éste y les declara que es necesaria una víctima propiciatoria para aplacar a los cielos. Hay muchos pecadores entre el pueblo, y la muerte del mayor tiene que salvar a los demás de perecer. Harían bien, por ende, en confesarle sinceramente sus faltas. Él por su parte confiesa que, aguijoneado por el hambre, acabó con más de una oveja; también con el perro, cuando se acercaba demasiado; sí, incluso llegó a ocurrir que en un instante de gula se zampó al pastor. De no haber incurrido nadie en mayores debilidades él, el león, está dispuesto a morir. “Señor”, dice el zorro, deseoso de desviar la tormenta lejos de sí, “su generosidad nos abruma. Se extralimita usted en su noble celo. ¿No es una minucia estrangular a una oveja? ¿O a un perro, esa bestia indigna? Y “quant au berger [en lo que hace al pastor]”, prosigue, pues éste es el meollo del asunto: “on peut dire [puede decirse]”, aunque todavía no sabe qué, “qu’il méritoit tout mal [que merecía cualquier calamidad]”; a la buena de Dios; y con ello está ya enredado; “étant [por ser]”; un vulgar circunloquio, que le hace empero ganar tiempo: “de ces gens la [de esas personas]”, Y sólo ahora da con el pensamiento que le saca de apuros: “qui sur les animaux se font un chimérique empire [que se forjan un quimérico dominio sobre los animales]”. -y procede a probar que el asno, ¡bestia sanguinaria! (pues devora todas las hierbas) es la víctima apropiada, tras lo cual todos se abalanzan sobre él y lo despedazan.- Un discurso semejante es en verdad pensamiento en voz alta. La sucesión de ideas y sus designaciones progresan paralelamente, y los actos del entendimiento para las unas y las otras son congruentes. El lenguaje no constituye entonces traba alguna, a modo de calzo que inmovilizase la rueda del espíritu, sino que es como una segunda rueda fija en el eje de aquélla y rodando al unísono. Muy otra cosa sucede cuando el espíritu tiene el pensamiento listo ya antes de la elocución. Pues entonces ha de limitarse a su mera expresión, y esta tarea, antes bien que estimularlo, no tiene otro efecto que el de distenderlo. Por ello, cuando una idea es expresada confusamente, no se sigue de ello en absoluto que también haya sido pensada confusamente; antes bien podría darse el caso de que las expresadas más confusamente sean precisamente las pensadas con mayor claridad. A menudo, en una reunión en la que merced a la conversación animada las ideas están fecundando continuamente los entendimientos, vemos cómo personas que por lo general se muestran retraídas, pues no se sienten dueñas del lenguaje, de sopetón se enardecen con un movimiento espasmódico y apoderándose del lenguaje dan a luz algo incomprensible. Sí, se diría que, una vez han captado la atención de todos, con un gesto tímido dan a entender que ellos mismos ya no saben a ciencia cierta lo que han querido manifestar. Probablemente esas personas han pensado con toda claridad algo muy acertado. Pero el súbito cambio de actividad, la transición del pensamiento a la expresión, reprimió la excitación del espíritu que resulta tan necesaria para la conservación del pensamiento como para su generación. En tales casos es por completo imprescindible tener el lenguaje con facilidad a punto para poder emitir en sucesión tan rápida como sea posible lo pensado en simultaneidad, y que sin embargo no puede ser enunciado en simultaneidad. Y en general cualquiera que hable más rápido que su oponente, supuesto que ambos se produzcan con igual claridad, tendrá una ventaja sobre él, pues en el mismo tiempo pone en combate más tropas que él. La necesidad de una cierta excitación del entendimiento, incluso para engendrar de nuevo ideas ya tenidas con anterioridad, se hace patente cuando se somete a examen a cabezas esclarecidas y con instrucción, y sin ningún preámbulo se les plantean preguntas como la siguiente: ¿qué es el estado? O bien: ¿qué es la propiedad? U otras semejantes. Si estos jóvenes se hubiesen hallado en una reunión en donde ya se hubiera discutido sobre el estado o sobre la propiedad durante cierto tiempo, acaso habrían dado fácilmente con la definición procediendo mediante comparación, aislamiento y combinación de conceptos. Pero aquí, donde falta por completo esa preparación del entendimiento, los vemos atascarse, y sólo un examinador incompetente concluirá de ello que no saben. Pues no es que nosotros sepamos, sino que más bien un cierto estado nuestro sabe. Sólo los espíritus adocenados, gente que ayer aprendió de memoria lo que es el estado y mañana ya lo habrá olvidado nuevamente, tendrán aquí la respuesta a mano. Acaso no haya ocasión peor para mostrar las buenas cualidades que un examen público precisamente. Aun sin tener en cuenta que es ya de por sí enojoso y hiere la sensibilidad e incita a mostrarse testarudo el que uno de esos eruditos chalanes nos examine los conocimientos, para comprarnos o rechazarnos según sean cinco o seis; es tan difícil tañer el entendimiento humano y lograr arrancarle su melodía personal, se desafina tan fácilmente en manos torpes, que incluso el más consumado conocedor de la persona, ducho hasta la maestría en el delicado arte de partear los pensamientos -según Kant lo caracteriza-, podría aquí cometer desaguisados a causa del desconocimiento de su recién nacido. Por lo demás, lo que les procura a tales jóvenes incluso a los más ignorantes- en la mayoría de los casos una buena calificación es la circunstancia de que también los entendimientos de los examinadores, cuando el examen se realiza en público, están ellos mismos demasiado turbados como para poder juzgar con imparcialidad. Pues no sólo son conscientes, a menudo, del impudor de todo este procedimiento -ya nos avergonzaría exigir a alguien que vaciase su bolsa ante nosotros, cuánto más su alma-: sino que su propio intelecto tiene que someterse aquí a una peligrosa inspección, y pueden dar gracias a Dios cuando logran salir del examen sin mostrar su flaco, acaso más ignominiosamente que el jovenzuelo recién salido de la universidad a quien examinaban.
(Continuará.)
NOTAS
(La abreviatura BA lo es de Berliner Abendblatter, el diario berlinés que Kleist editó de octubre de 1810 a marzo de 1811).
SOBRE EL TEATRO DE MARIONETAS. Publicado en BA, 12-15. 12. 1810. Muchos estudiosos suponen que en este ensayo universalmente famoso Kleist desveló principios estéticos aplicados en la composición de sus propias obras.
M… es acaso la ciudad de Maguncia (en alemán Mainz), donde Kleist pasó el invierno de 1803-04 (no el de 1801). Teniers: el pintor flamenco David Teniers (1610-1690). Gaetano Vestris (muerto en 1808) era el bailarín más afamado del Ballet de París. Lorenzo Bernini (1598-1680), escultor paradigmático del barroco, creó por ejemplo las célebres fuentes de la Piazza Barberini y la Piazza Navona en Roma. Pentateuco: en el capítulo tercero del Génesis (libro primero del Pentateuco) se narra el pecado original de Adán y Eva. Adolescente que se está sacando una astilla del Pie: esta estatua de bronce del siglo primero a.C. -probablemente copia de algún modelo más antiguo- se conserva en Roma.
M… es acaso la ciudad de Maguncia (en alemán Mainz), donde Kleist pasó el invierno de 1803-04 (no el de 1801). Teniers: el pintor flamenco David Teniers (1610-1690). Gaetano Vestris (muerto en 1808) era el bailarín más afamado del Ballet de París. Lorenzo Bernini (1598-1680), escultor paradigmático del barroco, creó por ejemplo las célebres fuentes de la Piazza Barberini y la Piazza Navona en Roma. Pentateuco: en el capítulo tercero del Génesis (libro primero del Pentateuco) se narra el pecado original de Adán y Eva. Adolescente que se está sacando una astilla del Pie: esta estatua de bronce del siglo primero a.C. -probablemente copia de algún modelo más antiguo- se conserva en Roma.
SOBRE LA ELABORACIÓN PAULATINA DEL PENSAMIENTO A MEDIDA QUE SE HABLA.- Ensayo escrito probablemente en Konigsberg, en 1805 o 1806, y dedicado a su amigo Rühle von Lilienstern. Kleist padecía un ligero defecto de los órganos del habla. En sociedad se sentía “inseguro por no poseer esa facilidad de palabra que es menester para hacerse valer en ella, siendo incapaz de la verborrea convencional que permite hablar de todo lo divino y lo humano en una conversación” (Curt Hohoff).
La hermana mencionada en el texto es naturalmente Ulrike. El nombre de Leonhard Euler (1707- 1783) resulta todavía hoy familiar para cualquier aficionado a la matemática, no así el del otro matemático mencionado, Abraham Gotthelf Kiistner (1719-1800). La anécdota sobre Moliere (1622-1673) la conoció sin duda Kleist a través del ensayo de Schiller “Los poetas sentimentales” (1795). El discurso del jacobino Honoré Comte de Mirabeau (1749-1791) que se menciona fue pronunciado en la sesión constituyente de la Asamblea Nacional francesa, el 23 de junio de 1789. Según Kant lo caracteriza: Metafísica de las costumbres (1797), segunda parte, parágrafo 50.
La hermana mencionada en el texto es naturalmente Ulrike. El nombre de Leonhard Euler (1707- 1783) resulta todavía hoy familiar para cualquier aficionado a la matemática, no así el del otro matemático mencionado, Abraham Gotthelf Kiistner (1719-1800). La anécdota sobre Moliere (1622-1673) la conoció sin duda Kleist a través del ensayo de Schiller “Los poetas sentimentales” (1795). El discurso del jacobino Honoré Comte de Mirabeau (1749-1791) que se menciona fue pronunciado en la sesión constituyente de la Asamblea Nacional francesa, el 23 de junio de 1789. Según Kant lo caracteriza: Metafísica de las costumbres (1797), segunda parte, parágrafo 50.
PLEGARIA DE ZOROASTRO.- Publicado en BA el 1. 10. 1810 (esto es, el día de su primera aparición), este escrito tiene carácter programático; las patrióticas intenciones de Kleist -alentar a la lucha contra la Francia napoleónica y sus colaboradores alemanes-, expresadas en ensayos, poemas y en el drama La batalla de Arminio (Hermannschlacht), se embozan aquí en un lenguaje.
“He lived, sang and suffered / in gloomy and difficult times, / he sought death here, / and found immortality” Max Ring
"Vivió, cantó y sufrió / en tiempos nebulosos y difíciles, / aquí buscó a la muerte, / y encontró la inmortalidad"
"Vivió, cantó y sufrió / en tiempos nebulosos y difíciles, / aquí buscó a la muerte, / y encontró la inmortalidad"